domingo, 26 de marzo de 2017

LA LITURGIA SOLAR Gamaliel Churata

UNA INTERPRETACIÓN FILOSÓFICA DE LA DANZA PUNEÑA: LA LITURGIA SOLAR .
Por Gamaliel Churata
Cintakanas
(Danzas y Bailes del Altiplano de JPC)
(Fuente "La Revista Semanal. Año VI, núm. 235" Lima, 31 de marzo de 1932) . Texto encontrado y difundido por Wilmer Skepsis,

Cuanto el ayllu merezca supervalorización; lo que se ha de referir a un extraordinario concepto, y se sale del ordinario sentido de las cosas, da origen a una liturgia del pako, esto es, del sacerdote solar. Los bailes de la “Altipampa” son todos litúrgicos, modos externos de verificar el mito; obedecen a la necesidad de traducir el carácter religioso de la vida. Pero, como la religión no es sino una de las relaciones entre producción y causa, los bailes del ayllu son, pues, estilizaciones mímicas del trabajo.
Nuestra expresión coreográfica campesina es cada vez más viva y más urbana, pero igualmente, cada vez de un menor contenido económico. Es decir revela cada vez menor preocupación por expresar estilizándolos los fenómenos de la simiente. Se estetizan, ingresan al cauce del arte cholo, se hospedan en las ciudades, quieren ser un alarde, en sí, ya no les interesa surgir animando los aspectos del mundo indígenas, al desubicarse pierden su sentido terrígeno, pero tampoco echan raíz honda en la economía semicomercial del mestizo.
En el distrito de Ichu, durante el festival de San Pedro, patrón del ayllu, los challweros (pescadores del lago) preceden el anda con un baile en que conducen las balsas, provistas de todos sus instrumentos de boga y de pesca, y luego sartas de challwas, en señal de la providencia que el santo pescador sabe ofrecer a sus camaradas de oficio. Todavía en el distrito de Desaguadero, hay otro baile que es una estilización de la chala –comercio primitivo de intercambio–; en él bailan los challweros, ofreciendo su producto, mientras los sunichus de Santa Rosa aceptan el intercambio con los productos de cordillera que están dispuestos a entregar.
En esa forma, se observa un completo movimiento de la economía indígena expresada en el arte. No ocurre otro tanto con el arte cholo. El arte cholo no tiene base endógena. Gravita merced a la influencia racial; pero la economía para nada le estimula en la creación intelectiva. Y es que el cholo, tipo social, forma indiscutiblemente en la minoría de la población del Perú, mientras el indio constituye la masa. Es, propiamente, el pueblo, entidad creadora y representativa. El arte de las minorías es un arte de alquimia, dosificado y elaborado de conformidad con factores aleatorios, mientras el arte de multitudes resulta de un fenómeno de la calidad biológica de la primavera.
En el waiñu se traduce la expresión agraria del ayllu, expresión pastoril y eglógica. Toda danza, por complicada que ella sea, y por diferencia de edad histórica, descubre ritmo del baile patricio. Raro es aquél que envuelva una diversidad de sus motivos. 

Hay bailes –los chokelas– que representan directa e inmediatamente el episodio pecuario; otros el totémico –charabaratus–; otros, el agrario –cinta-kana. Entre ellos hay absoluta diversidad de ideología; mas no suponen diversidades sustantivas en cuanto a su tipo estético. El baile totémico denuncia a la behetría en cuanto significa un estado de evolución patriarcal de la gens. Los chokelas se refieren directamente al hecho técnico de la ganadería, como el cinta-kana, al agrario.

Los tres corresponden a una edad animista cuya significación en el interés colectivo es inapelable, tanto como manifestación de la ideología tribal, ligada al fenómeno de la producción, como al hecho en sí del mito que engendran. Singularmente el baile totémico, y todo el movimiento racional que supone, vive dentro de la zoografía del indio con el valor extraordinario del patronímico –Mamani: águila, Paka: halcón, Condori: kuntur– y procede de región económicamente referible al animal, la planta, etc., de la naturaleza que ha estimulado el establecimiento del grupo: Panti, flor; Kespi, cristal; Nina, fuego. En manera alguna podría encontrarse otra traducción al animismo de los kollas, como tampoco puede evadirse la necesidad de estudiar en su mito el desarrollo de su economía. Obedece igualmente a este sentido el baile denominado “el danzante” que, proscrito radicalmente de la ciudad, se conserva en mínima proporción en los ayllus. Me referí en otro lugar a la “mamata”.


Ningún baile mejor que éste evidencia el carácter de nuestra coreografía. La mamata es el ánimo, el espíritu de la patata, manifestado en un ser extraordinairo que durante limitado tiempo se convierte en el albergue de la tremenda capacidad maternal del surco. El danzante, en cambio es el mimo del jañachu, del genitor, del animal potente, del padre. Para esta danza se busca al hombre entero, quiero decir, al hombre rudamente masculino; se le viste de una armadura de hierro semejante a la de los caballeros medioevales, provista, sin embargo, de una multitud de cascabeles que van produciendo un ruido característico, a medida que el danzante avanza por las callejas seguido de sus músicos y una cohorte de mujeres y niños que lo admiran. El danzante puede exigir en virtud de su permanente actividad sexual, durante los ocho días de su ministerio, una doncella por día para el lecho. Hace su aparición el danzante con la primavera, lo mismo que la mamata, y se van cuando se observan los signos de la buena cosecha.
Esta oposición sexual es de suma importancia. Parece que en el laberinto, en la fragmentación de ritos, de ceremonias del animismo pudiese descubrirse de pronto el nexo racional de una religión basada en los fenómenos genéticos. La “mamata” –varona– es la tierra; el “danzante” –varón–, el sol; ambos se completan en la función de producir la vida de la naturaleza, y dentro de ella subvenir a las necesidades del grupo.
Pues bien, el danzante, la mamata, los chokelas, el cinta-kana, etc., todos estos bailes son coreográficamente desarrollos del waiñu. Y es que el waiñu, la danza dionisíaca del ayllu, implica su primera manifestación de conciencia estética. El matrimonio, la natalidad o la muerte, cualquiera de estos capitales estados de la vida encuentran para el indio en el waiñu expresión cabal. Observamos el cinta-kana (composición filológica de origen colonial que equivale a juego de colores) y el sicuri, o sea tocadores de zampoña.
El Cinta-khana es el baile agrario por excelencia. Es la fiesta que celebran los chacareros cuando el equinoccio de verano indica que las simientes entrarán en el periodo del fruto. Si pasado el Carnaval no ha granizado mortíferamente, no ha helado, se considerará tales signos como manifestaciones de un buen año. Los terrígenas wanean entonces sus sembríos, lo que consiste en quemar, a fuego lento, montones de estiércol de vaca, algo húmedo, de manera que el humo abundante se esparza sobre la parcela, al mismo tiempo que pandillas de jóvenes, adornados los sombreros con las flores de la reciente primavera, seguidos del pinkullo y la caja, van echando willitika en dirección de los sembrados, con el ánimo resuelto a festejar a la tierra, y honrarla, por la lealtad con que produce… Este festival se estiliza en el cinta-khana. Lo que en los campos es una espontánea manifestación estética, y tanto podría decirse religiosa como económica, en la danza, ya estructurada, tiene un carácter plástico. Es la danza solar. Pero, todas las danzas de esta época permanecen a una liturgia heliolátrica, como la economía que, integralmente, es una economía solar. La economía solar unimisma con la organización tribal y subsiste hasta que el predominio de la técnica liquida el influjo diabólico de la naturaleza.
Acá los danzantes son al mismo tiempo, los músicos. Tañen curis, cañas gruesas y largas que producen voces monótonas. Van vestidos de pollerines de gasa y una especie de esclavinas de brocato proletarius, grandes sombreros de panza-de-burro. Las mujeres que los siguen visten aguayos de colores vivísimos y negras y abultadas polleras. Mientras los músicos tañen las qena-qenas, ellas cantan dulcemente, tímidamente, en homenaje a la divinidad del fruto. Después de recorrer en hileras, a pasos rítmicos, forman un ruedo, que es donde se realiza la acción dramática del mito solar. Alrededor de un palo elevado, del que prenden innumerables cintillas de colores, se disponen hombres y mujeres, portando ellos al extremo de cada una de las cintas, seguidos de las mujeres que no abandonan el sonsonete de sus cantos musitados, cierto es que con voz de temblorosa feminidad. En esas condiciones se inician danza y música. Los hombres no hacen sino dar vueltas alrededor del palo mencionado, tañen sus instrumentos, pero las mujeres, al tiempo que cantan, van desenvolviendo actitudes que son, repito, explicaciones del waiñu. Cada bailarín lleva sobre la esclavina, en la espalda, un espejillo y en el vértice del palo, se ve también un espejo. Evidentemente, este baile de la cinta-kana es un baile solar. Representa la descomposición de la luz en el arco iris, signo a su vez de una lluvia cumplida. Todo el proceso de generación solar está expuesto con admirable síntesis; es una versión genital-fálica de los poderes creadores del astro.
El sicuri es un baile que implica igualmente una manifestación de liturgia heliolátrica. Los sicuris de han transformado en cuanto al vestuario y los motivos musicales a medida que ha evolucionado nuestro complejo social. Durante la Colonia se les denominó “morenos” –mestizo y cuarterones–, y la República no ha sustituido ese nombre por otro. En cambio se le ha insuflado de una significación sorpresiva. Podemos afirmar que el sicuri es aquél de los bailes indígenas que adquiere un valor polémico, una intención política, en relación al fenómeno de interdependencia de Inkanato y Colonia. Originariamente, el sicuri era un baile mímico destinado a las grandes hecatombes litúrgicas. Además de los tocadores de zampoñas, lo componían danzarines que representaban a los achachilas, esto es, a los patriarcas, a los conductores arcaicos del clan, tanto como a las fuerzas mágicas de la naturaleza. La Colonia reemplazó el sencillo vestido, ligero y estético del chacarero que usaba el sicuri, por el ridículo alarde de los entorchados, y las levitas plenas de lentejuelas y piedras falsas, así como colocó en lugar de la máscara indígena, la máscara del conquistador nublano, traducida en líneas elegantes, pero seriamente ridiculizada. Hoy el sicuri pierde su valor, inclusive dentro de este aspecto contencioso, pues la economía de la República sin energías para crear una actividad intensiva de la producción, está a expensas de la política financiera, y, por ello, las manifestaciones populares tienden a descaracterizarse sin ningún beneficio expresivo. Sin embargo, es curioso observar que la edad prestataria origina una poderosa influencia yanquilandesa en este baile.
Procedente del distrito de Ilave concurrió a la feria del 9 de diciembre de 1931 de Juli, una comparsa de sicuris, toda ella vestida de cow-boy, reemplazando al achachila y al diablo por pieles rojas. El diablo, con criterio católico, procede de la Colonia. Pero en la Colonia no tendría ningún sentido económico. A lo más implicaría la intromisión del auto de fe en la mimografía aborigen. Con criterio materialista se observa que el diablo no es sino la representación de fuerzas vitales, como el calor o el fuego. En el caso particular las investigaciones revelan que el diablo representa la furia generatriz de la gleba. La crítica no ha intentado todavía descubrir ese mundo simbólico. Lo que él valoriza en nuestro arte coreográfico tampoco ha sido materia de una estilización subsecuente. Mas, se hace imperioso anotar que la fuerza plástica de su danza es algo de lo más potente y articulado que podamos ofrecer como creación artística. Es decir, en la danza del diablo se agita la posibilidad de expresar el mensaje de una América india, virginal y promisoria.
El baile de los awatiris, el chujchu, los chunchus, etc., todos manifiestan, todos revelan los términos de nuestro kosmos. El mundo estético y el mundo dinámico; los aspectos económicos y religiosos, en fin, la global concepción de la vida, están descritos en ellos, a base del waiñu. El Chujchu parece de origen colonial, y acaso sea una adaptación de esa época; se refiere a la terciana, enfermedad que espanta al habitante de las alturas. Es un mimo perfecto en que se relata el curso de la enfermedad y se aplica los remedios. Inclusive de ha estilizado al bacilo. El awatiris es el baile de los pastores, y generalmente sus disfraces adoptan las figuras de animales de rapiña, como el kuntur, el puma, el zorro.
Obsérvase que el ganado bovino ha sido incorporado por la Colonia a la economía del ayllu. No se le puede descubrir en ningún baile de los que podría llamárseles tradicionales; pero hay uno: el waka-waka, donde aparece con todas las particularidades mitográficas de la obra aborigen. Un bailarín se disfraza de vaca; otro de escribano, kelkere; otro de militar, de licecniado, etc., representando así el acto de compra-venta del bovino. Como todas las versiones que el indio da de su concepto sobre organización burguesa, en este baile, eminentemente humorístico, se destaca el afán de ridiculizar a tales personajes.
La Colonia se venga en lo kallawayos, baile de metamorfosis española perteneciente a la edad jesuítica. Las sombrillas que usan los bailarines, a todas vistas, son de una edad cuatro veces centenaria. Son verdes, azules, de seda y de algodón, con lujosos flecos, etc. Esta es una caricatura del médico aymara, el kolliri; pero es caricatura que habla elocuentemente del comercio prestidigitador de la Conquista. Indudablemente el kallawaya era un baile lleno de dignidad y gravedad. Portaban los curanderos sus vastas alforjas, sus ponchos polícromos y de riquísima factura, sus lluchus, verdaderas maravillas de decoración y destreza técnica, sus báculos de llokhe, etc., todos los signos de su autoridad mágica; y, luego, sus istallas finísimas, en las cuales sembraban las hojitas de quqa, cuando, al intervenir sobre un mal, necesitan consultar el secreto de las causas. Hoy el curandero ha sido ridiculizado hasta la grosería. Le quitaron el poncho, mas le pusieron en su lugar un chaleco de guardarropía, le cruzaron de cintas el pecho, conservándole el lluchu, le tocaron un sombrero espantable; montaron su nariz con gafas temerarias y en todo –el cuello planchado inverosímil– le devolvieron convertido en un alpiste de aserrín. ¡Hay que ver los rostros broncíneos de una dureza metálica surgiendo de tan extraordinario espectáculo suntuario! Se venga la Colonia, pero el indio ya se ha burlado donosamente de ella; en cambio el mercader hispano ha podido colocar fuertes cantidades de gafas y paraguas en todo el territorio del país… y esta es, al fin, la la victoria y el objeto.
Desde la ingenua preocupación animista que le hace respetar, supersticioso, los detalles menos significativos de la naturaleza, hasta les elevadas preocupaciones de su economía, el indio aymara, ejemplar de un grupo primitivo destinado a desarrollarse en un clima extraño a su grado de evolución no ha tenido otro conexo al referir su pathos vital que el episodio de la labor cotidiana. He ahí por qué en sus danzas encontramos las expresiones totalizadoras de su concepción del mundo y de sus medios de producción.
(Fuente "La Revista Semanal. Año VI, núm. 235" Lima, 31 de marzo de 1932) 

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