sábado, 22 de febrero de 2014

Melgarejo, el caballo

Autor: Arturo Peñaranda
Acora, en la puerta de la casa paterna, el caballo
Melgarejo y el perro Lobuno. Al fondo la Iglesia San Pedro.
El maestro observó su reloj, luego participó a los niños que Héctor contaría algo muy interesante, mientras duraba la clase de dibujo. Los demás niños recibieron con palmadas el anuncio. Y luego empezó:

—Papá tenía hace tiempo un caballo grande, muy grande. Le llamábamos Melgarejo.  Papá decía que le había puesto ese nombre porque era muy brioso, loco como aquel general boliviano. Y tenía un color raro, calor ceniza, casi verde. Una sola mancha blanca tenía sobre la cabeza.

Cuando aprendí a montar, Melgarejo ya estaba envejeciendo y había perdido mucho sus bríos de antes; por esto se le había dedicado para sillonera de mamá, ella lo quería mucho. Era el único caballo que podía montar, sin que se espantara de sus enormes faldas i llevándome abrazado.

Un día mamá se murió y desde entonces, el caballo no se dejaba montar con nadie. Cada vez que alguien quería ensillarlo, se entorpecía y no cedía, aunque papá lo estropeara hasta cansarse.

Pero una cosa rara pasaba con aquel animal; mientras todos los de la casa le tenían miedo, yo me andaba por entre sus patas sin que se espantara y lo montaba como a un burro manso. Me conocía muy bien, basta mis silbidos los conocía, y sin necesidad de cabestro podía pescarlo en cualquier campo.

Pasaron los años, durante los cuales Melgarejo sólo se entendía conmigo. Después me vine al colegio. Y aquel viejo animal, como si sintiera pena de no verme, no quiso volver más a la casa; entregándose a una vida cerrera y abandonado a su suerte.

Todos los moradores del pueblo lo perseguían por los daños que ocasionaba en sus chacras. Hasta papá, cansado de tantas y tantas quejas que recibía a diario de partes de aquellos, varias veces lo persiguió para darle un tiro de revólver; pero Melgarejo, como si su instinto le anunciara el peligro, siempre se estopaba. Cierta vez lograron cogerlo y maniatado lo despacharon a la feria de La Paz (Bolivia) para venderlo. Y cuando papá creía que al fin había logrado deshacerse de la bestia, que siendo suya no le servía de nada, Melgarejo volvió a presentarse en los campos del pueblo, removiendo la protesta de los chacreros.

—¿ Y cómo había pasado el Desaguadero? —interrumpió un niño, burlonamente.
—A nado. Sabía nadar muy bien Melgarejo. Pues, cuántas veces había salvado la vida de papá, cuando embriagado y caprichoso se metía en los ríos caudalosos que pasan por la finca—contestó enfáticamente Héctor, y siguió su relato.

Pero ahora ya estaba completamente envejecido. Y cuando llegó el invierno y los cebadales ajenos de que solía alimentarse fueron cegados, se presentó una tarde en casa, mansamente. Papá, extrañado por aquella vuelta inusitada, le examinó la dentadura y encontró que el caballo había llegado a un estado de absoluta incapacidad para alimentarse por su propio esfuerzo. Entonces ordenó que le colgaran del cuello un talego y de allí se alimentaba solamente con polvillo de arroz.

Así llegó a vivir algún tiempo más, durante los cuales, como si quisiera pagar con algo el sustento diario de su decrepitud, se sometió otra vez al trabajo, en el trasporte de cargas livianas.

Pero a la larga, llegó a caducar completamente; hasta que un día papá ordenó que lo ahorcaran. En esas circunstancias llegó a casa un arriero y solicitó que se le proporcionara una bestia de carga para llevar su equipaje hasta alcanzar a su recua, que ya estaba unos días adelante, hacia Moquegua.

Papá vio en esa oportunidad una manera insensible de deshacerse de la vieja bestia y pensando: "ojos que no ven, corazón no siente", se lo ofreció al arriero.

El arriero se lo llevó consigo. Ya llevaban salvada una jornada y a medio día de la segunda, al trasmontar una de tantas cuestas de la cordillera, se asorochó Melgarejo.

El arriero le hizo sangrías y sahumerios con yerbas secas, pero el animal no pudo caminar ni un paso más. Entonces colérico y blasfemando sacó su revólver i le disparó un tiro, que sólo le abrió una herida de raspetón en la cabeza. Le iba a disparar otro tiro, cuando constató que solamente le quedaban dos balas previendo algún peligro por el camino, se las guardó, luego de cargar su equipaje en su caballo de silla; siguió su camino, abandonando a Melgarejo a merced de su propia suerte, moribundo.

Pasaron algunas horas la pobre bestia se reanimó un poco. Sintió una sed calcinante haciendo un esfuerzo supremo, bajó a la quebrada en busca de agua. Llegó a un fangal rodeado de pasto verde; En la parte central del fango se ofrecía a la  vista de Melgarejo, charcos de agua color de tornasol; pero no era sino petróleo. Pugnó por llegar hasta allí ¡oh desdicha! cuando ya iba alcanzar el ansiado líquido, sus cuatro patas se hundieron en el lodazal, como cuatro estacas clavadas por el peso de su enorme cuerpo.

En aquel mismo instante apareció sobre el cielo de la quebrada cordillerana un cóndor famélico y planeando, planeando, bajó hasta el suelo. Melgarejo, ante la súbita presentación de la muerte, sintió que su cuerpo, acostumbrado a las rudezas del trabajo, por primera vez se le estremecía de terror. Y cuando el cóndor pretendió hincarle la vida con su pico carnicero, invocó que le escuchara unos instantes. El cóndor, compasivo, a la vez que seguro de tenerlo en la trampa a su presa, le dejó hablar.

Melgarejo, en ese lenguaje en que sólo se entienden los animales, contó su vida en pocas frases, i termino diciendo:

—Entre todos los seres de la Naturaleza, el hombre es el animal más feroz. No solamente es malo con los demás animales, sino que hasta entre ellos mismos se explotan y se matan. Nosotras, las bestias, nos asediamos también, pero de frente; mientras ellos acuden a los medios más terribles y ocultos para destruirse. Únicamente conocí a dos seres humanos, bondadosos con los animales: una madre y un niño...


Al decir estas palabras, los ojos de Melgarejo se cerraron para siempre. Y la otra bestia, el cóndor, antes que   saciar sus apetitos con el cuerpo de la bestia muerta, prefirió remontarse por el aire, raudo e impetuoso, como si quisiera vengar los dolores por Melgarejo…

(De "Niños del Kollao" (1937). José Portugal Catacora rememora la historia de su caballo Melgarejo).

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